La noche era horrible, una tormenta gigantesca rugía en el
cielo, y llovía tanto que muchas
calles estaban inundadas.
Con equipo de lluvia y botas, caminé por las calles más
oscuras, soportando un aguacero
asfixiante; y debido a la poca visibilidad, me
creí perdido un par de veces.
Para nuestros planes aquella noche era perfecta, pues no
queríamos ser vistos.
Cerca del punto de reunión (una vieja bodega de vinos), vi
una sombra cruzar furtiva rumbo
a la bodega. Ya tenía el revolver en la mano cuando me di
cuenta que era uno de mis
compañeros.
Toda América Latina estaba en una época de conflictos, y
nuestro país no era la excepción.
Un grupo de seis conocidos, planeamos una secreta reunión
para decidir qué hacer.
A pesar del mal tiempo, algunas patrullas del ejército
recorrían las calles; estaba prohibido
reunirse y andar en grupos.
Hasta que llegó el último permanecimos en la oscuridad.
Cuando estuvimos todos encendimos
una vela, y el que conocía el lugar nos guió hasta el sótano
donde guardaban los toneles de vino.
Ya en el sótano colocamos la vela sobre un barril vacío, y
usamos otros como asiento. Rodeando
la inquieta llama de la vela, comenzamos a hablar en vos
baja.
Allí abajo, la tormenta se escuchaba como lejana. A nuestro
alrededor la oscuridad se cerraba, y
casi nos envolvía por completo cuando la llama empequeñecía.
En plena discusión la vela se apagó, dejándonos a oscuras,
y enseguida escuchamos una voz
potente, llena de ecos, cavernosa, que sin dudas ningún
humano podría imitar. La voz dijo:
“¡Pronto serán carne calcinándose en el infierno!”
Con la llama de nuestros encendedores logramos abrirnos
camino por la oscuridad y alcanzamos
la puerta. Nos separamos sin decir una palabra, el terror
que sentíamos nos lo impedía.
Poco tiempo después mis compañeros cayeron uno tras otro; yo
me salvé de las balas del ejército
al huir hacia el monte, pero no creo haberme salvado de la
sentencia de aquella voz demoníaca
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